Bram Stoker publicó Drácula el 26 de mayo de 1897, sin saber que su criatura cruzaría siglos y fronteras. Desde entonces, esta fecha es reconocida como Día Mundial de Drácula, un homenaje a la novela que modeló la representación del vampiro moderno.
Stoker construyó su relato en una Europa que ya vivía entre la razón científica y el temor a lo desconocido. La estructura epistolar de la obra ofrece una lectura en clave de archivo, donde el horror avanza como una acumulación de hechos documentados que erosionan la certidumbre. Así, el conde Drácula se vuelve más que un villano: representa el desorden, la decadencia, la amenaza al orden burgués.
La inspiración de Stoker provino, entre otras fuentes, de la figura histórica de Vlad III de Valaquia, apodado “el Empalador”, conocido por su ferocidad en el campo de batalla y su simbología ligada al dragón. Aunque nunca se ha confirmado un vínculo directo entre Vlad y el personaje literario, su imagen ha quedado fusionada al mito popular.
La herencia de Drácula es inabarcable. En el cine, ha sido encarnado por decenas de actores; en el teatro, ha tenido adaptaciones contemporáneas y experimentales; y en la cultura de masas, el conde ha sido caricatura, meme y arquetipo. Incluso el turismo ha hecho suyo el mito: el castillo de Bran, en Rumania, recibe cada año miles de visitantes atraídos por su presunto vínculo con el personaje.
Conmemorar el Día Mundial de Drácula no es solo recordar una novela: es reflexionar sobre la persistencia de ciertas figuras en la imaginación colectiva. A más de un siglo de su publicación, Drácula sigue ofreciendo lecturas abiertas sobre el poder, el deseo, la inmortalidad y el miedo